Efectos secundarios de la edad adulta

ATENCIÓN: a continuación se sucederán una larga sarta de lamentos e improperios contra los innumerables beneficios de convertirse en un ser independiente. O que lo intenta.

Tras los primeros meses de euforia, de júbilo, de ahora voy a vivir como me de la gana… llega la cruda realidad. Vas a vivir como buenamente puedas, darling. He aquí las expectativas/realidad de tu primer trimestre fuera del nido:

-Voy a comer sano, como me enseñaron en casa. No tiene que ser tan difícil organizarse para ir hacer la compra y cocinar. Tengo una carrera, puedo con el horno.

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Vas a preferir enfrentarte a un ejército de dementores que a una cajera con prisas por pasar la compra por el escáner. No sabrás lo que es sufrir hasta que no te queden recetas de macarrones por probar.

-Veamos, la-va-do-ra. No suena complicado, he visto a mamá ponerlas desde que tengo uso de razón. Aprendí inglés, soy capaz de hacer la colada sin tener que descifrar los programas ni llamar a casa.

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¿Qué pasa si no le pongo prelavado? ¡MAMÁ, NO ME HE ACORDADO DEL SUAVIZANTE! ¡Qué demonios significa «centrifugado»… es alemán? Si meto una camiseta gris claro con camisetas blancas… ¿desteñirá? ACLAREN EL CONCEPTO DE ROPA CLARA Y ROPA OSCURA.

-Por fin podré dormir los fines de semana sin que una aspiradora infernal me tire abajo la puerta de la habitación. Y las siestas, sin que te deporten del sofá por estorbar. Por supuesto, durante semana tendré una rutina de sueño que seguiré a rajatabla, ¡8h todos los días!

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De esta guisa te vas a ver un jueves a las seis de la mañana sin haber pegado ojo por culpa de un insomnio nunca antes experimentado, teniendo que levantarte una hora después para ir a clase. Dícese también de los sábados en los que te despiertas a las 7 de la mañana por culpa de tus sigilosos vecinos.

-Se acabaron los atracones de trabajo -quien dice trabajo dice series- como hice durante toda la carrera. Ya no somos críos: organización, perseverancia y tiempo para el ocio, ¡lo que sobra es tiempo para hacerlo todo!

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12 exámenes, 20 trabajos, 40 prácticas, una tesina, 3 cenas de navidad, 4 cumpleaños… ¿Quién dijo estrés? PORQUE YO NO, ESTOY ESTUPENDAMENTE, ME HE ORGANIZADO DE MARAVILLA Y SOLO TENGO GANAS DE TOMARME UNA INFUSIÓN DE VALERIANA Y MERCURIO.

-Ahorraré. Sí, este año pienso cumplirlo. Administraré mi dinero tal y como hizo mi madre, y la madre de mi madre, y así desde tiempos inmemoriales. Sólo compraré lo que me haga falta, reduciré los caprichos al mínimo.

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Este eres tú a final de mes (con los últimos 20€ de tu cuenta. Y aun estás a 28 de -inserte el mes correspondiente, febrero no cuenta-). Demasiados días al final de mi dinero. Vive dios que lo intentas, pero siempre hay estrenos de cine o libros que se te cruzan en tu camino y que te ponen ojos de cordero degollado. Y si además intentas ser buena persona y te curras los 4 cumpleaños que te tocan cada año, apaga y vámonos…

-Mamá, si piensas que voy a llamarte todos los días, vas lista. Tendré muchísimas cosas que hacer como para perder el tiempo diez minutos al teléfono para decirte lo que comí cada día. Olvídate, dame alas, hazte a la idea de que me voy de casa.

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Mi madre, esperando todos los días la llamada que le dedico religiosamente, ansiosa por parodiarme con mi discursillo de hace unos meses. Siempre procede llamar: porque has jodido la lavadora común del piso, porque no sabes como desincrustar cebolla carbonizada del fondo de la cazuela, porque no entiendes una factura, y qué demonios… porque en el fondo echas de menos que te digan todos los días «Haz la cama»

-Me levantaré todos los días de buen humor. La vida es bella y da la casualidad de que también es corta. Sé consciente de la enooooorme suerte que tienes. Sonríe más. ¡KEEP CALM AND BE HAPPY!

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Si desde hace un mes éstos son tus buenos días, definitivamente estás haciendo algo mal. Culpa al máster, a los vecinos, a la falta de sueño, o a tu incapacidad por decir basta y hacer algo en serio por disfrutar un poco de tu segunda década de vida. Aunque un «fuck off» a la semana es recomendado por 9 de cada 10 farmacéuticos.

No están todas las que son ni son todas las que están, pero juntas construyen una idea bastante clara de lo que sucede una vez que se acaba la fase rosa de la independencia. Como en las relaciones, lo difícil es saber llevar la rutina, y que la rutina no te lleve a ti. Dicho lo cual, voy a llamar a mis padres que se me hace tarde.

El síndrome del impostor… ¡y además extranjero!

Queridos seres humanos,

he de confesaros algo: odio noviembre. Me parece un mes triste, frío y oscuro (lo siento, papá, tu cumpleaños es lo único bueno que le veo a esa particular agrupación de 30 días). El sol ya no calienta, los días son sensiblemente más cortos -y si además pasas tu vida entre las clases y el metro, de día tiene el nombre- y todo te recuerda a ese mes de diciembre que te vas a pasar estudiando como un animal para los exámenes de enero. Bienvenidos a los milmillonésimos Juegos del Estudiante. Y que la suerte esté siempre de vuestra parte.giphy

Si además esos famosos exámenes los vas a pasar en otro idioma, lejos de la universidad que te vio entrar como adolescente y salir como joven desesperado, y lo más importante de todo, lejos de cualquier alma conocida que entienda un atomarporculoconestamierdayanosigo y que sepa consolarte… pues llegan los problemas. Comúnmente conocidos como «bajón»: dícese de aquella sensación asquerosa en la que la vida te parece una soberana broma del karma, y en la que lejos de cantarte La Vie en rose te cantan requiems

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Pero no, no son simples bajones. Y aquí llega el GRAN problema. Lo que se viene anunciando desde el título de esta entrada: ¿qué puñetas es eso del Síndrome del impostor? La primera vez que oí ese nombre fue hace dos años, y oye, la verdad sea dicha, me pareció interesante pero en ese momento no perdí mucho el tiempo en prestarle más atención al asunto. Total, eso es algo que le pasa a los demás. Como todo. Veamos qué dice Wiki al respecto (pantallazo al canto, damos y caballeras, la paciencia no se encuentra entre mis virtudes, ¡como para perder el tiempo copiando definiciones!)

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Sospecho que la calidad de imagen es una basura de gran tamaño, así que el resumen viene a ser éste: eres un fraude. Si, tú, el que se siente identificado. Ajá, tú que has llegado donde estás por pura suerte, porque la última ensalada que te comiste era un puñado de tréboles de cuatro hojas y ¡puf, triunfaste! Pero no porque tú lo valgas, no, eso se lo dejamos a Laeticia Casta y cuatro privilegiados sesudos. Admítelo, tú estás ahí porque te encontraron en el buen momento y en el buen lugar, punto pelota. ¿Currículum? Dices esa hoja con tu nombre, tu fecha de nacimiento y tu título de carrera, ¿no? Ahm, ajá. Ponte a la cola, la sala de fracasados está al fondo a la izquierda. No quiero saber cómo has podido entrar en ese máster, o conseguir esa beca, ¿pero eres consciente de que no vas a conseguir acabarlo no? No te renovarán la beca para el año que viene, y catearás la mitad de las asignaturas, ¡vive dios que lo harás! ¿No ves cómo te miran? Si tienes fraude escrito en la frente, alma de cántaro.

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ESO es el síndrome del impostor. Teatralizado en pantalla, tiene lugar cada día en tu cabeza, desde el alba hasta el anochecer. ¡Próximamente en los mejores cines! Porque claro, todo el mundo sabe que la gente que te rodea son todos unos triunfadores, que además lo saben y lo viven a tope. Salen todos los días de casa diciendo: «Soy lo mejor que parió madre». Nada de inseguridades, esas las acaparas tú todas (que a falta de virtudes de algo habrá que llenar esa personalidad) Son todos jodidamente inteligentes, guapos, despreocupados, succesful en definitiva.

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Así que, si te encuentras en esta situación, hazte un favor: DEJA LA MALDITA TESINA, LOS TRABAJOS Y LOS EXÁMENES POR UN FIN DE SEMANA. Tu salud te lo agradecerá. Y lo más importante de todo: no te olvides que todo lo que has conseguido, efectivamente, lo has (2ª persona del singular) conseguido TÚ. Con tu esfuerzo, con tu trabajo, como ese cerebro maravilloso que tienes. Porque los retos son así, difíciles, y siempre tendrás momentos de incertidumbre, ¡pero no has llegado hasta aquí para dejarlo caer y largarte a las cumbres alpinas a recolectar cardos! Piensa que tu compañero de clase, tu amigo, tu hermano o tu vecino pueden estar pensando exactamente lo mismo de sí mismos y de ti: tú eres la boss, la que has triunfado ahí donde has ido, y ellos no han hecho más que recoger golpes de suerte inmerecidos.

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Como me dijo una amiga hace unos días: no te compares con los que tienes al lado. Compárate contigo misma, con tu yo de hace un año. Observa cómo has progresado y repite conmigo «Puedo con esto, y más»

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¿Por qué?

Lo digo en serio, ¿por qué?

No quiero leer ni oír más reproches, más explicaciones largamente meditadas, más teorías conspirativas, políticas, diplomáticas, de pandereta…  Que si es culpa del uno, culpa del otro y del de más allá. Que si nos lo merecemos, que si cosechamos lo que sembramos, que no es nada comparado a lo que viven otros lugares…

Primero de todo, ¿estamos haciendo un campeonato mundial de masacre-impresión-masacre? Porque si es así, quiero que me borren de la lista, Ya no quiero seguir jugando. Que la vida de un francés no vale más que la de un sirio, no creo que ese sea el enfoque que debamos darle. Estamos hablando de personas. Todas ellas. Asesinadas en nombre de ya no sé muy bien quién.

Dicen que Occidente se ve amenazado. Otros denuncian que Oriente lleva tiempo destrozado. Y mientras tanto seguimos, unos y otros, privando de respirar al prójimo. Porque parece ser que cuesta menos esfuerzo matar que enseñar. Circula una foto de Malala, con la frase «Un niño, un profesor, un libro y un lápiz pueden cambiar el mundo» Si comparamos el precio de un lápiz con el de un kalashnikov, sinceramente, aquellos que se empeñan en querer doblegar al otro a base de balazos, podrían plantearse una reducción de costes más que razonable. Que además de estar conmocionados, seguimos en crisis. Y ojo, no digo que seamos nosotros, los europeos, los buenos, los que tengamos que enseñar a los otros, los malos. Aquí los buenos y los malos están bien definidos: malo es el que mata deliberadamente, con uniforme o sin él. Siguiendo órdenes o sin ellas. Bueno… o no malo, el que no vive otro día para poder contarlo. No le veo más complejidad. Sea en París, en Beirut, o en la quinta luna de Saturno.

Pasan las horas y lo único que consiguen las noticias es dejarnos la cabeza como un cesto minero. Números y más números. 128, sobre todo; 200. Y esperemos que pare de subir. Y sí, de nuevo, no son los números de Beirut, de Bagdad. Pero vuelvo a insistir: esto no es una competición. Ningún víctima vale más que otra, y el que lo afirma solo busca promover el odio, el rencor. Porque no hay más ciego que el que no quiere ver, y si además no quiere escuchar, entonces eso ya es peligroso. La necedad es una de esas cualidades que nos puede llevar a hacer grandes cosas, pero también grandes barbaridades.

Con lo que me quedo del día de ayer, es con aquellas 128 personas, que seguramente esperaban que llegara el viernes tanto como lo hacía yo. Como tantos otros. Una semana de trabajo, de estudio, de madrugones, con el único objetivo de regalarse un rato de descanso el viernes noche. Con los amigos, con la familia, aunque fuera un café sólo antes de subir a casa. Y que nunca subieron. Que nunca se levantaron de esa terraza. Que nunca salieron de ese concierto. Que nunca terminaron su cena. Y luego piensas en los que dejaron atrás. Y por último, que tuviste la enorme suerte de no estar en el mal momento y en el mal lugar.

De grandes ciudades y mala educación

Hoy va por la falta de modales. Por la falta de respeto. Por el egoísmo. Por las ostias bien dadas no repartidas a tiempo. Hoy va por querer protestar, que dice el refrán que la mala leche que se guarda crea cáncer, así que mejor sacarlo fuera. Hoy va a llevarlas hasta mi prima la de Cuenca. Vayamos por orden cronológico.

Llega el fin semana. Tan merecido, tan esperado. Según te acuestas a las tantas el viernes por la noche piensas: este finde aprovecho y recupero el sueño acumulado durante toda la semana. Iré a ver esa exposición que llevo dos semanas retrasando. Me pondré al día con los apuntes. Haré la colada  y el recuento de los gastos de este mes. Y no te das cuenta de que te sobas hasta que a las 8 de la mañana del sábado tus vecinos vietnamitas te despiertan a voces, COMO TODOS LOS MALDITOS SÁBADOS. Porque sí, porque algunos creen que las diferencias culturales son un mito, y que madrugar un sábado es un derecho universal que a los demás nos han vetado. Mala sombra os cobije, a todos vosotros.

Que no, que por ahí no paso. Una semana entera madrugando, dejándote los ojos pegados a la pantalla todo el día, carretando libros de un lado para otro, corriendo de clase a la biblioteca, de la biblioteca al supermercado, del supermercado a la lavandería y de la lavandería a casa porque no puedes ni con el alma (bendita independencia) Esperando a que llegue el fin de semana para regalarte esa vida social de la que te has privado los cinco días anteriores… ¿PARA QUE ME JODÁIS LA MAÑANA DEL SÁBADO CON VUESTROS CLAMORES INCOMPRENSIBLES? Nope, no fucking way. Y no me vengáis el lunes por la mañana saludándome con vuestras sonrisillas «Bonjouuuur!» No, ni «bonjour» ni madre que me parió de pie. Desapareced de mi vista si no queréis que termine mi tesina en la cárcel.

Ya empiezas con mal pie el fin de semana, pero bueno. No hay mal que por bien no venga, dice el refrán. Pero no te acuerdas de que en tu casa sois más de «no hay mal que por otros cien no venga», y al parecer durante la semana pasada te has topado con un tuerto, un gilipollas y un gato negro por debajo de una escalera bajo la cual había un espejo roto y sal esparcida. Cosas de Halloween. Y claro, la serie de catastróficas desdichas está servida. Vas al supermercado a hacer las compras de la semana, y todo París está en el mismo supermercado. TODO. Ahí no cabe ni la sombra de Mario Vaquerizo. Pisotones, empujones, atropellos con carritos, rabietas de niños al lado del stand de Kinder Christmas (sí, aquí también hacen como en España. Cambian los polvorones por los macarons edición especial, pero ya te los meten por los ojos a principios de octubre) Llegas a caja y hay más cola que en los probadores del Primark de Gran Vía. Aguantas la espera estoicamente, más cargada que la mula de un gitano en tiempo de feria. Llega tu turno, colocas ordenadamente tu compra en la cinta de caja y, ¡PLAS! El estrés en persona te salta los dientes de un bofetón. ¿Alguien me puede confirmar si las cajeras compiten entre ellas para ver quién pasa más rápido la compra por el lector de códigos? Intentas desesperadamente guardar tu compra en las bolsas que tenías preparadas, pero es físicamente imposible tratar de mantener el ritmo de esa criatura del demonio. Sudas, te pones nerviosa, lo tiras todo de cualquier manera con tal de no hacer mucho el ridículo ante la mirada impasible de la cajera, y el taconeo impaciente de la sexagenaria que tienes detrás, que además te empuja con su carrito de una forma no muy sutil.

¿Os pagan por hacer sufrir a la gente? ¿O es que ese es vuestro talento innato? Al final, en lugar de la tarjeta de puntos le das tu carnet de socio de la biblioteca, y en lugar de la tarjeta de crédito metes el bono de transporte en el lector. Nice job! No os pille por sorpresa que un día me comporte como el estereotipo que tenéis metido en la cabeza sobre los españoles, y rompa a voces en caja hasta que me saquen los de seguridad por los tobillos. El que avisa no es traidor.

Intentas ver el vaso medio lleno, así que llegas a casa, comes algo y decides ir a ver aquella exposición por la que llevas muriendo ir desde hace semanas (OJO AL PARCHE, el metro de París es el mejor tablón de anuncios jamás inventado por el ser humano. Y no exagero un ápice. Salvo anuncios de «Doy clases particulares de inglés/mates/sintaxis/física y química», se puede encontrar de todo) Sales de casa dispuesta a mejorar el día de mierda que llevas, y ¡PAF! In da face. El metro más petado que el avión israelí de Brad Pitt en Guerra Mundial Z. Y amigos, la ley del más fuerte se prueba en situaciones como ésta. Sobrevive como puedas.

Te empujan, te pisan, pueden llegar a morderte incluso con tal de salir/entrar antes de que el pitido infernal de las puertas en cierre te deje con un 70% de sordera (empiezo a sospechar que al final me iré de París con un máster y una discapacidad, tiempo al tiempo) Consigues llegar, ¡por fin! a la ansiada exposición. O a la cola que empieza dos kilómetros antes de la entrada. Haces la fotosíntesis durante una hora y media antes de poder entrar y… segundo escenario post-apocalíptico de la tarde. EN ESA SALA NO ENTRA NI EL AIRE. En el sentido literal y metafórico de la expresión. No sabes si alegrarte por la cantidad de gente a la que le interesa la cultura, o ponerte a hacer una encuesta para saber qué encuentran de nocivo en un desodorante.

No, definitivamente este sábado no es tu día. Casi hasta te alegras que acabe, aunque sepas que después viene el pre-lunes. Así es que el domingo, gracias al los dioses, te levantas a las 10:30 de la mañana, como una señora (aquí esto es dormir como un cerdo, choque cultural dicen) ¡Empezamos el día! (esta vez sin ironía) Te preparas un buen desayuno, música mediante, ¡incluso bailoteas si el buen humor está en su punto álgido! Buena actitud para llevar a cabo las tareas de ama de casa que llevan una semana esperándote en forma de ropa por lavar, polvo por limpiar, escritorio y estanterías por ordenar, etc. Pero da igual, estás contenta, y hoy no va haber catástrofe natural o humana que pueda cambiarlo. Vas a la lavandería de tu casa, cargas la lavadora con tres kilos de ropa por restaurar, pagas tus 3’50 y te vuelves a casa a seguir con tus quehaceres durante la hora que dura el programa. Ídem cuando toca cargar la secadora. Una hora más tarde vuelves a por tus pertenencias y… ¡TACHÁN! Alguien se ha tomado la molestia de interrumpir tu programa de secado para sacar tu ropa y tirarla en una silla, para poder secar sus cuatro trapos. QUE EMPIECE LA TERCERA GUERRA MUNDIAL.

Mirad, majos y majas, que llegue una hora tarde a por mi ropa y que por necesidad hayáis tenido que vaciar una secadora… bueno, no me parece lo más correcto por ninguna de las dos partes, pero podemos llegar a discutirlo. Ahora, que interrumpas MI PROGRAMA, para poner a secar tu ropa. TOCANDO MIS COSAS, con esas pezuñas indecentes pues no. Así que, querido/a anónimo/a: la próxima vez te estaré esperando sentada al lado de la secadora. Y como te atrevas a levantar un brazo cerca de esa máquina te juro que me haré un Gollum y te arrancaré los diez dedos de las manos a mordiscos. Is that clear enough?

Dicen que al séptimo día Dios descansó y admiró su creación… lo que no dicen es que el indecente no descansa ni un puto día haciendo sufrir a aquellos a los que moldeó a su imagen y semejanza. Please gods, acordaros de otra persona a la que putear en esta semana que entra. Está bien tener unos días de mierda para que no se te suba a la cabeza la glamour fever de vivir como una señora en París, pero por favor, ya. Una semana más así y no seré capaz de garantizar la seguridad e integridad física de los individuos que me rodean.

París a golpe de trote

Bastó de morriñas. Hoy toca hablar de paseos, de descubrimientos callejeros, de nuevas costumbres que adoptar (unas sanas y otras no tanto) Ante la manidísma pregunta de «¿Qué ver en París?», una no puede sino dar de culo con la cantidad de listas top 10 de sitios que visitar: París turístico, París romántico, París bohemio, París no turístico, París de noche, París en otoño, París en valió-ya-por-dios… Y al final te quedas como estabas al principio, porque después de ver Notre-Dame, la Tour Eiffel y el Arco del Triunfo, te faltan ideas y posiblemente dinero para poder seguir comprando los billetes de metro (briconsejo: si lo tuyo es una estancia duradera en esta locura de ciudad, más te vale sacar un abono Navigo mensual -70€/mes- o incluso anual -333€/año- si quieres ahorrarte un buen pastizal). Da igual que seas un rebelde y siempre reniegues de acercarte a esos lugares infestados de Nikons, Canons y Panasonics: hay sitios que son impeninables y que tienen que verse. ¿Qué haces? Pues seguir alguna de las endemoniadas listas mentadas arriba.

Vale, te rendiste, ¿y qué? ¡Por algún sitio había que empezar! Una vez completado el recorrido obligatorio del buen turista, toca empezar un proceso de larga duración: descubrir París como moradora que eres. Y ahora empieza lo interesante, damos y caballeras. Que como decía la gran Moderna del Pueblo, somos muy muy muy de pueblo, y cuando nos dejan caer en un caos urbano como el de la capital francesa, nos falta suela de zapato para recorrer tan siquiera el centro (este palabro aplicado a la ciudad que te vio crecer obligaría al citado núcleo urbano a multiplicar su extensión unos cuantos cientos de veces) Ya te has hecho a la idea de que la cantidad mínima de meses que vas a pasar aquÍ asciende a 24, y te das cuenta de que eso es mucho tiempo como para andar corriendo de un lado a otro cámara en mano. Empiezas por dejar el aparato en casa, y barajas tímidamente la opción de dejarte perder por alguna zona que no conozcas (es decir, todas) para descubrir algún rincón, alguna tienda o algún parque que pase a convertirse en «tu» sitio favorito de todos los tiempos.

Admito que para una persona a la que le encanta tener todo controlado, dejarse perder no es tarea fácil. Y menos si ello implica que el número de turistas asiáticos sacándote un ojo con el puto palo selfie pidiéndote que les saques una foto se multiplique al infinito (apréciese que sólo un 10% de la población china visita Europa… si no nos conquistan es porque no quieren) Una vez has superado las primeras dudas, no queda otra más que tirarse al agua… ¡casi literalmente! He aquí uno de los mejores lugares para comerse el bocata a mediodía: el Quai du Louvre. Dicho en español: la orilla del Sena del lado donde se encuentra el Louvre. Sí, el mítico paseo empedrado y sin vallar que te lleva a recorrer por tramos las orillas del dicho río (con un ligero olor a meados, todo sea dicho de paso). Si tienes la suerte de pasear por ahí en otoño, es una auténtica maravilla. Aprovechar los últimos rayos de sol cálidos antes de que la brisa se transforme en un viento frío que te deje el tuétano como un Calippo; recoger las hojas secas que se te van cayendo encima según devoras tu comida en el único banco libre que has encontrado en toda la orilla (sin glamour ni cosa que se le parezca, a una no le pagan para que intente ser Rachel McAdams en Midnight in Paris); observar como no hay un solo bateau-mouche que no transporte una recua de bulliciosos turistas palo-selfie en mano, más pendientes de poner los morros de turno que de mirar a su alrededor (apréciese el gran odio que tiene quien suscribe a los dichosos palos); o simplemente leer (de nuevo si la meteorología lo permite, el mismo escenario en invierno puede equivaler a un suicidio involuntario. Me permito añadir que el Jardin du Luxembourg es otro de los lugares favoritos de quien suscribe, para tirarse elegantemente entre dos sillas municipales a leer y resistir la tentación de acariciar a todos los perros que se acercan)

Si te mueres por perderte (y cuando digo perderte lo digo en el sentido literal y metafórico de la palabra) por el Quartier Latin, hazme el favor de no mirar los mismos manteles estampados de regalo que hay en los garitos de souvenirs y dirígete a buen paso hacia la rue de la Parcheminerie. The Abbey Bookshop. LA LIBERÍA. Y enfatizo con mayúsculas porque es uno de los mayores tesoros que he podido localizar en apenas mes y medio de estancia: una librería regentada por un canadiense encantador, quien custodia una cantidad obscena de libros nuevos/de segunda mano en inglés (en su gran mayoría), francés (es lo que tiene ser canadiense residiendo en París), español y algún que otro etcétera. Si tienes una imaginación potente, un inglés fluido, y una capacidad sobrehumana para resistir los ataques de la alergia al polvo, estás de enhorabuena, he aquí el paraíso en la tierra (después de Asturias)

Ojo al dato, puede que, después de intentar pegarte este trote en un día, tu talón de Aquiles te mande al carajo un rato, o que graciosos calambres te despierten a las tres de la mañana en señal de protesta. Pero que te quiten o bailao. París bien vale un anti-inflamatorio.

Instalada… ¡Y feliz!

Ya han pasado 12 días desde el día D. El día de la mudanza; el día de madre-mía-voy-a-mearme-de-los-nervios; el día de la llorera a duras penas contenida, viendo como el coche que se lleva a la única gente que conoces por el momento (tu familia) se vuelve a casa dejándote más sola que una mona. Ya está, ya no tienes ganas de vomitar pensando en el viaje; ya no te entra el baile de San Vítor en las piernas al pensar en tu nueva casa, en tus nuevos vecinos, en tu nueva ciudad… ¡PORQUE ESTÁS MÁS FELIZ QUE UNA PERDIZ SIN CUENTO!

12 días han pasado desde que dejaste el nido de mamá y papá, y nunca has tenido tantísimas cosas que hacer en ese tiempo: paga tu primer mes de alquiler, rellena por primera vez tú sola los millones de papeles necesarios para abrir una cuenta bancaria, vete a comer sola por primera vez a un restaurante universitario, conoce a tus primeros nuevos amigos…  ¡Nunca una primera vez te puso los pelos tan de punta como ahora! Ya has dejado muy atrás los primeros días de vida universitaria, ese puño en la garganta cuando subías por primera vez las escaleras de tu facultad para empezar el primero de cuatro años plagados de historias, sudores fríos y carcajadas. Pero da igual, ahora mismo te vuelves a sentir como un pimpollo en sus primeros pasitos (no se me tome en soberbia, una no es el ancestro fósil de la nueva generación de universitarios, simplemente recuerda su primer día de universidad… ¡y no lo echa para nada de menos!)

Sólo que esta vez es diferente: ya no estás en España. De la noche a la mañana has dejado de encontrarte a gallegos y y gente varia de la parte sur del Negrón (nota al lector: la morriña asturiana de quien suscribe es imposible de domesticar, apréciense referencias varias a mi terruño en los artículos futuros), para toparte con rusos, vietnamitas, argentinos, irlandeses, nigerianos, tunecinos, etc, etc, etc. Cómo bien recalca la genial Raquel Córcoles en su primer cómic: somos muy de pueblo… y eso se nota en cuanto ponemos los pies fuera de casa.

Tras los primeros días de carreras maratonianas para arreglar embrollos administrativos varios (la burocracia tocapelotas no es un mal endémico español, ¡las cosas de palacio van despacio allí donde hay palacios!), llegan los primeros paseos turísticos por tu nueva ciudad: bienvenues à Paris mes amis! Y ahora sí que sí, alucinas en todos los colores que percibe el ojo humano. Caminas por las calles que ya recorriste en algún viaje de estudios apresurado y no te puedes creer que en los próximos dos años las vistas de Notre Dame desde el autobús que te llevará a clase se convertirán en algo habitual. Sigues avanzando como una apisonadora, atropellando japoneses sin darte cuenta, porque estás más pendiente de mirar a tus alrededores que de fijarte en dónde pones los pies. Y te pasas así la primera semana: paseando con la boca más abierta que un mastín bostezando, con cara de gilipollas, levantándote cada mañana con un «¿de verdad que esto me está pasando a mi y no es un sueño estilo Novita en Doraemon?» en la cabeza.

Pero no mon pote, estás aquí, y estás para rato. Pasada la primera semana de choque, tu cabeza entra en la segunda fase de adaptación tras el shock: empiezas a aprenderte el recorrido de las principales líneas de metro que necesitarás para moverte a cualquier parte de la ciudad. Te aprendes tus primeros atajos. Te empiezas a acostumbrar a los nuevos horarios (para más información acuda a https://definitionofemigrant.wordpress.com/2015/08/23/malditos-cambios-de-horario/), al ritmo frenético de una gran ciudad. Estás dejando de ser un turista, y lo sabes. Y te gusta. Allí dónde vas repites a diestro y siniestro que eres española, y que como en España en ningún sitio; pero cuando hablas con tus amigos de casa, no puedes evitarlo: das la chapa con tu nueva vida… DAS MUCHO LA CHAPA. No lo haces con mala intención, pero sale sólo. Contarlo es la única forma que tienes de creértelo definitivamente.

Al mismo tiempo, la vuelta a la rutina de los tuyos, ésta vez sin ti, hace que te entren ganas de llorar a horas intempestivas y no sabes muy bien por qué. Te repetiste a lo largo del último año, una y otra vez, que estabas hasta el culo de tu universidad, hasta el culo de tu rutina, con ganas de comerte el mundo y hacerlo ya. Pero amiga, ahora reconoces que una parte grande de ti echa de menos exactamente eso: saltarte una clase, o dos (o tres) para ir a vuestra cafetería favorita a desayunar por segunda vez (los hobbits estarían de acuerdo conmigo en que Asturias es un buen lugar donde mantener altos sus niveles calóricos); quedar con toda la tropa un sábado noche para cenar, hablar, hacer el canelo y rememorar los últimos años que habéis pasado juntos; salir de casa y poder ir andando a cualquier parte (sí, echo mucho de menos poder ir andando a mis clases y no tener que coger tres lineas de metro distintas cada día)… en resumen, echas mucho de menos todo.

Lo bueno de pertenecer a esta generación de emigrantes (algo bueno hay, siempre, aunque te lleve todo un puto año encontrarlo) es que Skype es nuestro particular mayordomo Tenn: lo tenemos ahí cada vez que lo necesitamos. Te permite mantener a tus padres medianamente tranquilos (digo medianamente porque sospecho que mi madre tardará un año en volver a recuperar el sueño, más preocupada de lo que come una servidora que de lo que come ella misma), te deja volver a reunirte virtualmente con tu tropilla para presidir una de tus añoradas cenas de grupo (aunque sea pantalla mediante), y sobre todo, te ayuda a sentirte un poco menos sola cuando llegan los inevitables momentos de bajón.

Así que así se encuentra el panorama: un culo inquieto que te lleva a visitar todos los rincones conocidos y por conocer de una ciudad de 12 millones de habitantes (ojo al parche: vengo de una ciudad de 200.000 almas… soy de pueblo) Te dejas caer por todos los sitios turísticos de París, no puedes evitarlo (ni debes): foto de las vistas desde las torres de Notre Dame (por mucho que las piques, las gárgolas no saltan ni te trollean como en el Jorobado de Notre Dame… ¡dios mediante que lo intenté!); paseo por las cuestas de Montmartre hasta llegar a las puertas del Sacré-Coeur; descubrimiento de tu nueva librería favorita de todos los tiempos, https://abbeybookshop.wordpress.com/about/ (que por cierto, su dueño es una de las personas más adorables que me he podido encontrar en 12 días de vida parisina); engulles tu primera galette jambon-fromage y das gracias al Señor por haber inventado la cocina bretona; realizas tus primeras comparaciones entre supermercados, para buscar desesperadamente aquel establecimiento que te permita hacer las compras necesarias maltratando lo menos posible tus recursos becarios; compruebas que la fama mundialmente conocida de los parisinos, ergo ser unos antipáticos, muchas veces es totalmente infundada (que de todo hay en esta vida, pero si se me acerca una horda de turistas dándome voces en un idioma que no conozco las 24h del día… hombre, como que también se me calentarían los plomos); y así, una larguísima sarta de experiencias que te ayudan a sobrellevar una morriña perenne.

En definitiva, acaba ocurriendo lo inevitable: empiezas a enamorarte perdidamente de tu nuevo hogar.

Me quiero ir, no me quiero ir….

Llevas años soñando despierta sobre tu gran salida de casa, tu «independencia» (en mayor o menor grado, esto va como la condicional), tu irrupción en el mundo de ya no vivo con mis padres, ¡la libertad!… Tienes unas ganas enormes de tirar tus macutos delante del felpudo de una puerta que dará, nada más y nada menos, al piso de Mónica y Rachel en Friends; tendrás unos vecinos la mar de amables y poco ruidosos, ¡incluso alguno de buen ver! (con que sea mejor que el pobre Ross te conformas anchamente) No tienes ningún problema con la mudanza, el maletero del coche es primo hermano del bolso con cavidad infinita de Hermione y el viaje en coche es una excursión con la capota bajada, música a todo trapo y un solazo bien hermoso sobre el melón.

Bien, pues Penny es la realidad y tú eres Sheldon. La ostia no merece más explicación. Empecemos por el principio de ésta larga serie de catastróficas desdichas también conocida como tu «proceso de independencia de la República Independiente de tus Padres»:

Ya llevas semanas comprando cosas aquí y allá, unas necesarias (las que compras cuando vas en compañía de un progenitor, el cual te regala un bufido cuando te pasas el presupuesto por el arco del triunfo) y otras… bueno, pues eso, otras (generalmente suelen ser chorradas y monerías que hacen que pierdas el culo pero que prácticas, lo que se dice prácticas, no son)

Poco a poco, has empezado a amontonar tus trastos por casa, tratando de estorbar lo menos posible al tiempo que memorizas dónde has guardado todo (ya se sabe, los escondites secretos molan hasta que dos semanas más tarde no encuentras lo que buscas y te cagas en ti y en tus ocurrencias ochenta veces) Como eres previsora, compruebas que tengas sacos de viaje suficientes para meter la mitad del armario que compartes con tu hermana (una mitad bastante grande) y avisas so pena de muerte que ni Cristo los toque.

Ahora que ya está todo comprado y guardado en espera de tu pequeño gran exilio, empiezas a apuntar en una lista lo primero que tendrás que hacer una vez te instales (en el caso de quien suscribe es París):

Sacarse un abono anual para transporte que sea medianamente económico (PLAS, primera ostia. Compruebas los precios y el abono super reducido para estudiantes te cuesta 400 pavazos, ¿¿cómo hacen estos desgraciados para sobrevivir??)

Ir a la tienda de telefonía más cercana a firmar un contrato y conseguir un número nuevo (OJO, no te dejes embaucar por ofertas de último minuto con un iPhone 6 por sólo 99€, la letra pequeña que no lees encierra una cláusula de esclavitud perpetua. Suena bien pero es Francia = beaucoup caro de cojonés)

Informarse sobre las tarifas reducidas de tren para estudiantes, para ir avisando en casa de cuando podrás venir de visita (PLAS, segunda ostia. Vete apuntándote a clases de Quidditch, que lo mismo te sale más barato ir volando en mopa)

Al final acabas dejando la lista de lado porque te están entrando ataques de asma sólo de pensar en la de pasta que te vas a dejar en el primer mes de estancia. Empiezas a hacerte una idea de lo que significan realmente algunas de las míticas frases de madre como «si vieras las cuentas que tengo que hacer para llegar a fin de mes», «ya pagarás facturas, ya, y luego me cuentas», «céntimo arriba, céntimo abajo, vas juntando dinero»… Y adiós muy buenas, te acurrucas en tu habitación y entras en una conversación esquizofrénicamente paranoide contigo misma:

-¿CUANDO DEMONIOS SE ME OCURRIÓ MARCHARME A ESTUDIAR FUERA?Bueno, cálmate, es normal.  A todos nos dan miedo los cambios, ¡piensa que no tienen que ser a peor!

-¿CÓMO VOY A SOBREVIVIR YO SOLA? No seas imbécil, ¡puedes con todo! ¡Te convertirás en una mujer fuerte e independiente!

-¿Y SI NO CONOZCO A NADIE Y NO PUEDO VOLVER A ESPAÑA A VER A MIS AMIGOS? Relax, take it easy! Si fuiste capaz de conocer gente increíble antes, ¡lo volverás a hacer! Piensa que no eres la única que lo deja todo atrás.

Estas son algunas preguntas modelo de toda crisis existencial pre-exilio estudiantil, cuya complejidad y desesperación varía en función de la edad de la joven criatura emigrante, su nivel de mamitis crónica y su capacidad para convertirse en drama queen. Por muy muerta de miedo que estés, ¡el subidón de adrenalina que te pega el viaje no lo cambias por nada! Todos los cambios acojonan, ¡pero amiga! Una vez que le pilles el tranquillo a la independencia y a tu nuevo hogar, no querrás cambiarlo por nada. Cómo decían en Bienvenidos al norte (Bienvenue chez les Ch’tis, gran comedia belga altamente recomendable al público): acabarás llorando dos veces: una cuando llegues y otra cuando tengas que marcharte.

Malditos cambios de horario

Dicen que los cambios nunca vienen solos… pero en algunos casos los acompañan su correspondiente tribu de 500 efectos secundarios no deseados.  Cuando te vas al extranjero, no solo dejas atrás tu casa, familia y amigos (seguimos conectados por Skype, vale), sino que dejas atrás toda una serie de costumbres que hasta entonces creías que estaban universalmente extendidas y aceptadas. Porque lo decimos nosotros, con un par. ¡Qué gran sorpresa la tuya cuando te topas con la triste realidad! Cada país tiene sus peculiaridades que lo hacen distinto a tu casa, esa que creías que dominaba el mundo, y te encuentras con unas costumbres, unos hábitos y unos MALDITOS HORARIOS que te tuercen el culo hasta la próxima Navidad.

En España, con leves diferencias regionales y laborales, se come entre las 14:00 y las 15:00 (apúreseme entre las 15:00 y 16:00. Una viene de Asturias y lo de comer a esa hora ya se considera atrasar la merienda a las 19:00). Meriendas en torno a las 18:00 y cenas casi (o sin casi) a las 22:00. Y así lleva siendo desde que tienes uso de razón, o desde que recuerdas a tu madre vociferarte un «COME O NO TE LEVANTAS HASTA MAÑANA» en el desayuno, la comida y la cena (así que haces como los perros, interiorizas las horas de comer) = toda la vida. Así se te queda la cara cuando desembarcas en lo que va a ser tu nuevo hogar -una servidora a París, la ciudad de la luz, el amor y el mecagonmimantocuatroeurosunbotellíndeagua–  y ves que tus horarios se han quedado donde te olvidaste el cargador del móvil: en casa.

Mesdames et messieurs, un gran aplauso para… ¡¡¡Los desayunos fugaces a las seis de la mañana!!! También se los conoce como «échate un mini café au lait al cuerpo con una triste galleta porque del sueño que tienes no sabes ni cómo se abre tu boca»

Obviamente, como has tenido que levantarte a esas horas intempestivas para empezar tu jornada con más sueño que el tato energía, a las diez de la mañana ya estás bajando a todos los santos apostólicos y romanos en procesión del hambre que tienes (si estás en clase probablemente tu docente se una a tus plegarias, porque el rugir mufasiensie  -del latín Mufasa, «el que fue asesinado cruelmente»- de tus tripas le están jodiendo sus explicaciones) Aprovechando el cambio de clases (o una mini pausa en el trabajo, si la pobre criatura emigrante tiene curro), engulles un bizcochillo, una manzana, un sándwich, un zapato… lo que sea con tal de no desfallecer.

A estas alturas, tus nuevos compañeros de clase ya te miran como si fueras una tragaldabas y no entienden tus lamentos (dificultades del idioma aparte), pues sus estómagos fueron reconfigurados genéticamente en la II Guerra Mundial para no sentir hambre. Y ahora sí, llega el añorado midi -mediodía en cristiano- tu nueva palabra favorita en francés. Recoges tus bártulos más rápido que va Flash al váter y marchas derrapando a la cantina (término que suena a posguerra pero que en Francia se sigue utilizando, son unos nostálgicos) Tratas de hacer fila pacientemente, con el plato, cubiertos y servilleta estratégicamente colocados en tu bandeja de plástico. Avanzas lentamente durante siglos y… ¡PLOF! Te tiran una cucharada de lo que sea que toque ese día en tu cuenco. Y cuando digo «cucharada» no hablo metafóricamente. Tu cara de culo no conmueve ni un ápice al ser humano que atiende a los famélicos desde el otro lado del mostrador, y ahí te quedas, obstruyendo la circulación, porque no sabes si es una broma cruel o si de verdad tu estómago se está convirtiendo en Mr. Hyde y está empezando a controlarte.

No hay suerte, el populacho hambriento a tus espaldas empieza a empujarte sutilmente para que te largues y los dejes recoger su triste ración de comida. Obviamente, en cinco minutos ya has dejado tu plato más limpio que sacado de fábrica y toca volver al tajo con resignación.  Mientras tratas de concentrarte en lo que sea que tengas que hacer, intentas no pensar en tus añoradas meriendas de casa: esos yogures helados con cuarentas chuminadas –toppings– encima, bocatas de todo el embutido que ya no puedes comer, donuts de todos los colores con un buen café, etc, etc, etc. Y así, entre baba contenida, pasa la tarde, vuelves a casa, enciendes Skype y mientras hablas con tus amigas a la hora de la merienda (nota: las 18:00, arriba o abajo), tú estás cenando a dos carrillos un plato de loquesea porque tienes más hambre que el perro del hortelano (que come a Dios por una pata y luego se come al amo)

Las pobres criaturas que te observan al otro lado de la pantalla alucinan en banda ancha, porque en la vida te han visto engullir con tantas ganas, ni mucho menos a esas horas. Cuando les cuentas tu día se oye un «AAAH» de fondo, como en las sitcoms, y en ese momento lo entienden todo y te compadecen. «No te cambio los horarios por nada en el mundo» piensan, y tú lo sabes y les das la razón.

Pero por mucho que te cueste acostumbrarte, los malos hábitos nunca se pierden: seguirás levantándote a las tantas de la noche para asaltar la cocina. Aunque esta vez sea por hambre y no por gula, ¿o no?

Tonto el que llegue a Ikea el último

Empiezan los preparativos de la mudanza (si es que meter dos sacos de ropa y uno de trastos en el coche se puede llamar así) a poco menos de dos semanas del día D. La cantidad de cosas que planeas llevar a tu nueva morada es inversamente proporcional al coche de tu padre y su paciencia para cargarlo (suele ser tirando a poca), así que ya te va avisando con antelación: Mira a ver lo que llevas, que no voy a alquilarte un camión para cuatro trastos. Y es aquí dónde empiezan los primeros ataques de pánico: ¿¿Pero cómo voy a dejar eso aquí?? ¡¡Si me hace más falta que el agua!! (aquí entran cosas realmente necesarias que tus progenitores no entienden como tal, así como chuminadas sin las cuales crees que no sobrevivirás un día en la gran ciudad)

Por supuesto, aunque tu casa sea el mayor bazar no-chino de España, donde por encontrar encuentras hasta cosas que no sabías que existían, NECESITAS imperiosamente ir a Ikea a comprar «más mierda» (palabras de tu progenitor y chófer). Y ahí que te vas, madre de un brazo y bolsa XXL del otro, a pillar lo mínimo imprescindible eso no te lo crees ni tú para tu exilio al extranjero. Hasta llevas lista y todo, para evitar tentaciones . De camino a ese Laberinto del Fauno (mal llamado Ikea), le cuentas a todo ser humano o animal que se cruza por tu camino por qué vas de compras con tu madre: ¡Me voy al extranjero! ¡Sí sí, aquí no hay lo que quiero estudiar, por eso me tengo que ir fuera! ¡Ya, ya, ya sé que no hay trabajo! ¡Si, ya tengo sitio, voy a por cuatro cosillas para adecentarlo un poco! Y tu madre contenta de la vida, por una vez le has dado la excusa perfecta para entrar en el Ikea del demonio para comprar cualquier chorrada imprescindible para la casa que vas a abandonar en breves (de tal palo tal astilla, dicen…)

¡TACHÁN! Pasas la puerta giratoria y ahí están, las escaleras de entrada al circuito de Carrito GP más peligroso de la historia de las grandes superficies. Sacas la lista y empiezas a leer lo que apuntaste:

  • Edredón (gordogordoquenomequieropelardefríoeninvierno)
  • Dos juegos de fundas (quita y pon, lo justo, de las más baratas)
  • Una caja grande para guardar zapatos (pero grande de cojones, grande nivel bunker)
  • Una percha como las de las tiendas, un rack (qué bien me entienden los anglosajones y qué mal me explico a la dependienta cuando no entiende lo que pido)

Pues tampoco es tanto, oye. Son cuatro cosas contadas, ni van a ocupar sitio siquiera en el maletAY MAMA MIRA QUÉ VELAS. Y ya empieza la catástrofe. Velas que huelen a vainilla y frutas del bosque, mantas con estampado de tartán que van a quedar guapas guapas encima de la cama, una mini orquídea blanca para decorar esa sosez de alféizar triste de la habitación, una lámina con dibujos de Leonardo da Vinci que encima del escritorio queda súper intelectualoide, etc. etc. etc (Etc. = Es Todo Catastrófico)

Al final, los cuatro puntos de tu lista inicial se han conocido, enamorado y han procreado un montón de nuevos puntitos secundarios. Tu presupuesto… bueno, ése digamos que sufre las heridas en silencio. Después del guantazo a la tarjeta, te metes en el bus de vuelta con la bolsa XXL más apretada que tus pantalones tras una comilona en el pueblo. Y mientras llega el día D, tratas de esconder tu bolsa de fechorías como buenamente puedas, para ahorrarle disgustos al pobre hombre que te vio nacer, mientras confías en que tu madre no te deje con el culo al aire en mitad de la cena.