Malditos cambios de horario

Dicen que los cambios nunca vienen solos… pero en algunos casos los acompañan su correspondiente tribu de 500 efectos secundarios no deseados.  Cuando te vas al extranjero, no solo dejas atrás tu casa, familia y amigos (seguimos conectados por Skype, vale), sino que dejas atrás toda una serie de costumbres que hasta entonces creías que estaban universalmente extendidas y aceptadas. Porque lo decimos nosotros, con un par. ¡Qué gran sorpresa la tuya cuando te topas con la triste realidad! Cada país tiene sus peculiaridades que lo hacen distinto a tu casa, esa que creías que dominaba el mundo, y te encuentras con unas costumbres, unos hábitos y unos MALDITOS HORARIOS que te tuercen el culo hasta la próxima Navidad.

En España, con leves diferencias regionales y laborales, se come entre las 14:00 y las 15:00 (apúreseme entre las 15:00 y 16:00. Una viene de Asturias y lo de comer a esa hora ya se considera atrasar la merienda a las 19:00). Meriendas en torno a las 18:00 y cenas casi (o sin casi) a las 22:00. Y así lleva siendo desde que tienes uso de razón, o desde que recuerdas a tu madre vociferarte un «COME O NO TE LEVANTAS HASTA MAÑANA» en el desayuno, la comida y la cena (así que haces como los perros, interiorizas las horas de comer) = toda la vida. Así se te queda la cara cuando desembarcas en lo que va a ser tu nuevo hogar -una servidora a París, la ciudad de la luz, el amor y el mecagonmimantocuatroeurosunbotellíndeagua–  y ves que tus horarios se han quedado donde te olvidaste el cargador del móvil: en casa.

Mesdames et messieurs, un gran aplauso para… ¡¡¡Los desayunos fugaces a las seis de la mañana!!! También se los conoce como «échate un mini café au lait al cuerpo con una triste galleta porque del sueño que tienes no sabes ni cómo se abre tu boca»

Obviamente, como has tenido que levantarte a esas horas intempestivas para empezar tu jornada con más sueño que el tato energía, a las diez de la mañana ya estás bajando a todos los santos apostólicos y romanos en procesión del hambre que tienes (si estás en clase probablemente tu docente se una a tus plegarias, porque el rugir mufasiensie  -del latín Mufasa, «el que fue asesinado cruelmente»- de tus tripas le están jodiendo sus explicaciones) Aprovechando el cambio de clases (o una mini pausa en el trabajo, si la pobre criatura emigrante tiene curro), engulles un bizcochillo, una manzana, un sándwich, un zapato… lo que sea con tal de no desfallecer.

A estas alturas, tus nuevos compañeros de clase ya te miran como si fueras una tragaldabas y no entienden tus lamentos (dificultades del idioma aparte), pues sus estómagos fueron reconfigurados genéticamente en la II Guerra Mundial para no sentir hambre. Y ahora sí, llega el añorado midi -mediodía en cristiano- tu nueva palabra favorita en francés. Recoges tus bártulos más rápido que va Flash al váter y marchas derrapando a la cantina (término que suena a posguerra pero que en Francia se sigue utilizando, son unos nostálgicos) Tratas de hacer fila pacientemente, con el plato, cubiertos y servilleta estratégicamente colocados en tu bandeja de plástico. Avanzas lentamente durante siglos y… ¡PLOF! Te tiran una cucharada de lo que sea que toque ese día en tu cuenco. Y cuando digo «cucharada» no hablo metafóricamente. Tu cara de culo no conmueve ni un ápice al ser humano que atiende a los famélicos desde el otro lado del mostrador, y ahí te quedas, obstruyendo la circulación, porque no sabes si es una broma cruel o si de verdad tu estómago se está convirtiendo en Mr. Hyde y está empezando a controlarte.

No hay suerte, el populacho hambriento a tus espaldas empieza a empujarte sutilmente para que te largues y los dejes recoger su triste ración de comida. Obviamente, en cinco minutos ya has dejado tu plato más limpio que sacado de fábrica y toca volver al tajo con resignación.  Mientras tratas de concentrarte en lo que sea que tengas que hacer, intentas no pensar en tus añoradas meriendas de casa: esos yogures helados con cuarentas chuminadas –toppings– encima, bocatas de todo el embutido que ya no puedes comer, donuts de todos los colores con un buen café, etc, etc, etc. Y así, entre baba contenida, pasa la tarde, vuelves a casa, enciendes Skype y mientras hablas con tus amigas a la hora de la merienda (nota: las 18:00, arriba o abajo), tú estás cenando a dos carrillos un plato de loquesea porque tienes más hambre que el perro del hortelano (que come a Dios por una pata y luego se come al amo)

Las pobres criaturas que te observan al otro lado de la pantalla alucinan en banda ancha, porque en la vida te han visto engullir con tantas ganas, ni mucho menos a esas horas. Cuando les cuentas tu día se oye un «AAAH» de fondo, como en las sitcoms, y en ese momento lo entienden todo y te compadecen. «No te cambio los horarios por nada en el mundo» piensan, y tú lo sabes y les das la razón.

Pero por mucho que te cueste acostumbrarte, los malos hábitos nunca se pierden: seguirás levantándote a las tantas de la noche para asaltar la cocina. Aunque esta vez sea por hambre y no por gula, ¿o no?

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