De grandes ciudades y mala educación

Hoy va por la falta de modales. Por la falta de respeto. Por el egoísmo. Por las ostias bien dadas no repartidas a tiempo. Hoy va por querer protestar, que dice el refrán que la mala leche que se guarda crea cáncer, así que mejor sacarlo fuera. Hoy va a llevarlas hasta mi prima la de Cuenca. Vayamos por orden cronológico.

Llega el fin semana. Tan merecido, tan esperado. Según te acuestas a las tantas el viernes por la noche piensas: este finde aprovecho y recupero el sueño acumulado durante toda la semana. Iré a ver esa exposición que llevo dos semanas retrasando. Me pondré al día con los apuntes. Haré la colada  y el recuento de los gastos de este mes. Y no te das cuenta de que te sobas hasta que a las 8 de la mañana del sábado tus vecinos vietnamitas te despiertan a voces, COMO TODOS LOS MALDITOS SÁBADOS. Porque sí, porque algunos creen que las diferencias culturales son un mito, y que madrugar un sábado es un derecho universal que a los demás nos han vetado. Mala sombra os cobije, a todos vosotros.

Que no, que por ahí no paso. Una semana entera madrugando, dejándote los ojos pegados a la pantalla todo el día, carretando libros de un lado para otro, corriendo de clase a la biblioteca, de la biblioteca al supermercado, del supermercado a la lavandería y de la lavandería a casa porque no puedes ni con el alma (bendita independencia) Esperando a que llegue el fin de semana para regalarte esa vida social de la que te has privado los cinco días anteriores… ¿PARA QUE ME JODÁIS LA MAÑANA DEL SÁBADO CON VUESTROS CLAMORES INCOMPRENSIBLES? Nope, no fucking way. Y no me vengáis el lunes por la mañana saludándome con vuestras sonrisillas «Bonjouuuur!» No, ni «bonjour» ni madre que me parió de pie. Desapareced de mi vista si no queréis que termine mi tesina en la cárcel.

Ya empiezas con mal pie el fin de semana, pero bueno. No hay mal que por bien no venga, dice el refrán. Pero no te acuerdas de que en tu casa sois más de «no hay mal que por otros cien no venga», y al parecer durante la semana pasada te has topado con un tuerto, un gilipollas y un gato negro por debajo de una escalera bajo la cual había un espejo roto y sal esparcida. Cosas de Halloween. Y claro, la serie de catastróficas desdichas está servida. Vas al supermercado a hacer las compras de la semana, y todo París está en el mismo supermercado. TODO. Ahí no cabe ni la sombra de Mario Vaquerizo. Pisotones, empujones, atropellos con carritos, rabietas de niños al lado del stand de Kinder Christmas (sí, aquí también hacen como en España. Cambian los polvorones por los macarons edición especial, pero ya te los meten por los ojos a principios de octubre) Llegas a caja y hay más cola que en los probadores del Primark de Gran Vía. Aguantas la espera estoicamente, más cargada que la mula de un gitano en tiempo de feria. Llega tu turno, colocas ordenadamente tu compra en la cinta de caja y, ¡PLAS! El estrés en persona te salta los dientes de un bofetón. ¿Alguien me puede confirmar si las cajeras compiten entre ellas para ver quién pasa más rápido la compra por el lector de códigos? Intentas desesperadamente guardar tu compra en las bolsas que tenías preparadas, pero es físicamente imposible tratar de mantener el ritmo de esa criatura del demonio. Sudas, te pones nerviosa, lo tiras todo de cualquier manera con tal de no hacer mucho el ridículo ante la mirada impasible de la cajera, y el taconeo impaciente de la sexagenaria que tienes detrás, que además te empuja con su carrito de una forma no muy sutil.

¿Os pagan por hacer sufrir a la gente? ¿O es que ese es vuestro talento innato? Al final, en lugar de la tarjeta de puntos le das tu carnet de socio de la biblioteca, y en lugar de la tarjeta de crédito metes el bono de transporte en el lector. Nice job! No os pille por sorpresa que un día me comporte como el estereotipo que tenéis metido en la cabeza sobre los españoles, y rompa a voces en caja hasta que me saquen los de seguridad por los tobillos. El que avisa no es traidor.

Intentas ver el vaso medio lleno, así que llegas a casa, comes algo y decides ir a ver aquella exposición por la que llevas muriendo ir desde hace semanas (OJO AL PARCHE, el metro de París es el mejor tablón de anuncios jamás inventado por el ser humano. Y no exagero un ápice. Salvo anuncios de «Doy clases particulares de inglés/mates/sintaxis/física y química», se puede encontrar de todo) Sales de casa dispuesta a mejorar el día de mierda que llevas, y ¡PAF! In da face. El metro más petado que el avión israelí de Brad Pitt en Guerra Mundial Z. Y amigos, la ley del más fuerte se prueba en situaciones como ésta. Sobrevive como puedas.

Te empujan, te pisan, pueden llegar a morderte incluso con tal de salir/entrar antes de que el pitido infernal de las puertas en cierre te deje con un 70% de sordera (empiezo a sospechar que al final me iré de París con un máster y una discapacidad, tiempo al tiempo) Consigues llegar, ¡por fin! a la ansiada exposición. O a la cola que empieza dos kilómetros antes de la entrada. Haces la fotosíntesis durante una hora y media antes de poder entrar y… segundo escenario post-apocalíptico de la tarde. EN ESA SALA NO ENTRA NI EL AIRE. En el sentido literal y metafórico de la expresión. No sabes si alegrarte por la cantidad de gente a la que le interesa la cultura, o ponerte a hacer una encuesta para saber qué encuentran de nocivo en un desodorante.

No, definitivamente este sábado no es tu día. Casi hasta te alegras que acabe, aunque sepas que después viene el pre-lunes. Así es que el domingo, gracias al los dioses, te levantas a las 10:30 de la mañana, como una señora (aquí esto es dormir como un cerdo, choque cultural dicen) ¡Empezamos el día! (esta vez sin ironía) Te preparas un buen desayuno, música mediante, ¡incluso bailoteas si el buen humor está en su punto álgido! Buena actitud para llevar a cabo las tareas de ama de casa que llevan una semana esperándote en forma de ropa por lavar, polvo por limpiar, escritorio y estanterías por ordenar, etc. Pero da igual, estás contenta, y hoy no va haber catástrofe natural o humana que pueda cambiarlo. Vas a la lavandería de tu casa, cargas la lavadora con tres kilos de ropa por restaurar, pagas tus 3’50 y te vuelves a casa a seguir con tus quehaceres durante la hora que dura el programa. Ídem cuando toca cargar la secadora. Una hora más tarde vuelves a por tus pertenencias y… ¡TACHÁN! Alguien se ha tomado la molestia de interrumpir tu programa de secado para sacar tu ropa y tirarla en una silla, para poder secar sus cuatro trapos. QUE EMPIECE LA TERCERA GUERRA MUNDIAL.

Mirad, majos y majas, que llegue una hora tarde a por mi ropa y que por necesidad hayáis tenido que vaciar una secadora… bueno, no me parece lo más correcto por ninguna de las dos partes, pero podemos llegar a discutirlo. Ahora, que interrumpas MI PROGRAMA, para poner a secar tu ropa. TOCANDO MIS COSAS, con esas pezuñas indecentes pues no. Así que, querido/a anónimo/a: la próxima vez te estaré esperando sentada al lado de la secadora. Y como te atrevas a levantar un brazo cerca de esa máquina te juro que me haré un Gollum y te arrancaré los diez dedos de las manos a mordiscos. Is that clear enough?

Dicen que al séptimo día Dios descansó y admiró su creación… lo que no dicen es que el indecente no descansa ni un puto día haciendo sufrir a aquellos a los que moldeó a su imagen y semejanza. Please gods, acordaros de otra persona a la que putear en esta semana que entra. Está bien tener unos días de mierda para que no se te suba a la cabeza la glamour fever de vivir como una señora en París, pero por favor, ya. Una semana más así y no seré capaz de garantizar la seguridad e integridad física de los individuos que me rodean.

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